Por Yana Guadalupe Carabajal
Con setenta años cumplidos el pasado enero y cuarenta de carrera, Jim Jarmusch inyectó vida al panorama cinematográfico independiente estadounidense con su pasión por contar aquello que se desenvuelve entre las acciones y los sucesos.
En “Small Town”, con musical insistencia y acompañado por el piano de John Cale, Lou Reed señala que solo hay algo bueno sobre una ciudad pequeña, sobre crecer en un pueblo: que lo odiás y sabés que definitivamente te tendrás que ir. A mediados de los 70, un joven de Ohio, aspirante a poeta, de intercambio en París se pasa la mayor parte de su estadía en la Cinémathèque Française. Allí descubre tanto films europeos como japoneses, y hasta estadounidenses (como los de Samuel Fuller). Ese joven es Jim Jarmusch y así es cómo, con veintipocos años de edad y lejos de su Akron natal, decide darle otro rumbo a su vida e incursionar en la creación cinematográfica.
Uno de los motivos más recurrentes en su obra es el del viaje y sus personajes con frecuencia deambulan por parajes inhóspitos y pueblos pequeños, como buscándose a sí mismos en medio del hastío y el estancamiento. Jarmusch ya ha dicho que prefiere hacer películas sobre el tipo que saca al perro a dar la vuelta manzana que sobre emperadores chinos. Se cuenta que cuando su mentor Nicholas Ray le criticó el guion de su primera película por falta de acciones, el enfant terrible respondió quitándole aún más sucesos a la trama. Sobre todo en sus primeras obras, sus largas tomas fijas crean atmósferas de una contemplación que no es precisamente feliz sino de extrañamiento.
Aun así, en medio de la inercia de estos escenarios cotidianos, irrumpen bocanadas de electricidad que casi podría decirse que atraviesan la carne. Esto a menudo ocurre de la mano de la música, con la que Jarmusch ha tenido siempre una íntima relación, desarrollando varios proyectos musicales y las bandas sonoras de varias de sus películas. En Stranger Than Paradise (1984), su segundo largometraje, de argumento mínimo, el “I Put a Spell on You” de Screamin’ Jay Hawkins invade aquel sórdido departamento donde unos jóvenes sin horizontes (interpretados por actores no profesionales) se encuentran frente al vacío y al llano aburrimiento. Esto los lleva a emprender un viaje de carretera, posiblemente siendo conscientes de que quizás en ningún lugar puedan encontrarse. Por otro lado, en Broken Flowers (2005), el jazz etíope de Mulatu Astatke -casi en loop- nos ancla en la vida de un Bill Murray que, en medio de una crisis de la mediana edad, descubre a través de una carta anónima que tiene un hijo y decide buscar a la madre.
Alguna vez su estilo fue criticado por ser “excesivamente Jarmusch”: la cámara estática e inexpresiva, el uso asiduo del blanco y negro, tramas enfocadas en sus personajes (outsiders sin aspiraciones) y no en los sucesos. Pero este estilo sin dudas ha mutado, junto con su selección de géneros y temáticas. Ha optado por alejarse de la road movie y ha llegado a rodar películas de zombies y de vampiros, como The Dead Don’t Die (2019) y Only Lovers Left Alive (2013), respectivamente. Otro giro interesante puede observarse en algunas de sus películas más recientes, como Paterson (2016), en la que seguimos a un Adam Driver chofer de colectivo que escribe poesía en sus ratos libres. Podría decirse que se observa una cierta reconciliación con lo cotidiano (o incluso una romantización).
Con su voz monótona y su característica cabellera blanca (que ha llevado desde los 15 años y que, según su amigo Tom Waits, podría ser nada menos que un emblema de su extranjería en el mundo adolescente, una extranjería que luego se hizo eco a lo largo de su obra), no es raro encontrar al director explayándose sobre la creación artística. Hay una frase suya, harto conocida -su “regla de oro n° 5”- que anima a “robar” sin vergüenza. Incita a devorar todo lo que hable a nuestra alma (porque allí reside el robo valioso y auténtico), no importa si se trata de literatura, árboles o señaléticas. Y el cine mismo es una suerte de crisol que le ha permitido a Jarmusch entretejer materias significantes diversas, lenguajes y pasiones, lo eterno y lo cotidiano. Ese manifiesto a favor del robo desmedido e indiscriminado refleja en un punto el modus operandi de este autor de humor absurdo y un espíritu que no va en busca de una belleza sacra sino que deambula para de repente ser encontrado -y atravesado, un instante- por ella.

Imagen de encabezado: Jim Jarmusch, mayo 1996 en New York City. Photograph: Catherine McGann/Getty Images.